Durante la guerra y la posguerra, la justicia de la zona nacional fue un eficaz instrumento de castigo al servicio de los golpistas. Mientras las fuerzas militares y policiales se dedicaban a la supresión física de toda oposición, el aparato judicial del régimen practicó desde la retaguardia otro tipo de represión más selectiva: la represión económica o cómo el franquismo, además de asesinar o encarcelar a los opositores, les despojó de sus bienes, con la intención de anularles completamente y de paso financiar su cruzada. Inmediatamente después de la toma de cada localidad, las tropas golpistas instalaban gestoras locales fieles al nuevo orden y procedían a la anulación total de la oposición,. Cientos de personas, cuyo único delito era haber pertenecido a alguna de las organizaciones adscritas al Frente Popular, fueron asesinadas o encarceladas. Pero la represión no se quedaría ahí: no tardaron en ponerse en marcha los mecanismos depredadores del nuevo Estado, produciéndose en muchos pueblos un auténtico saqueo. Los rebeldes no dudaron en aplicar penas de confiscación incluso a individuos fallecidos.
En agosto de 1936 se conocen los primeros expedientes de incautación de bienes, aunque desde el primer día de ocupación se produjeron requisas. Nada más llegar, las tropas efectuaban “confiscaciones espontáneas”, realizadas sobre todo en busca de víveres, vehículos, ganado, caballerías, utensilios, etc. necesarios para la marcha del ejército. El 28 de julio, por ejemplo, se dispuso la incautación de todos los vehículos y medios de comunicación de cualquier clase, necesarios para el transporte militar. Junto a las tropas, no faltaban desaprensivos que, amparándose en el descontrol del momento, se dedicaban al saqueo de las propiedades de los represaliados. Con el tiempo, otros desaprensivos utilizarían la delación de personas de pasado “dudoso” como medio de adquirir sus bienes a precios irrisorios.
En el caos de los dos primeros meses del golpe sospechamos que buena parte de lo incautado pudo quedarse en manos particulares, teniendo en cuenta que muchas confiscaciones se hicieron de forma arbitraria y sin dar conocimiento de ello a las autoridades competentes, atendiendo en muchas ocasiones a odios y rencillas personales.
Por otra parte, la corrupción administrativa podría haber hecho que muchos bienes confiscados pasaran a manos de los poderes locales sin que tuvieran noticia de ello las autoridades provinciales o nacionales, y que muchos funcionarios corruptos no declarasen a sus superiores la cantidad real de bienes que habían incautado. Las recién formadas comisiones gestoras impuestas por los golpistas en los ayuntamientos tuvieron en esos meses casi una patente de corso para hacer y deshacer a su antojo en sus pueblos con escaso o nulo control central.
Una vez se produjo la total “pacificación” de la provincia en septiembre de 1936, estas confiscaciones “espontáneas” terminaron, y comenzaron las “administrativas”. El aparato judicial y administrativo del franquismo se puso manos a la obra para indagar qué personas eran susceptibles de ser embargadas y de qué bienes disponían. Las investigaciones se hacía a individuos culpables de actividades marxistas o rebeldes, y, en un fraude de ley sin precedentes, estas medidas se aplicaban retroactivamente, es decir, no a “delitos” cometidos desde el 18 de julio de 1936, sino desde los sucesos de octubre de 1934. Si al principio se confiscaron principalmente vituallas y utensilios, a partir de este momento se incautaban sobre todo inmuebles y material. Estos bienes pasaron a Falange y a otras organizaciones vinculadas al Movimiento.
Las diligencias sumariales eran iniciadas por jueces y tribunales civiles, con los informes necesarios de las autoridades municipales de cada pueblo, el alcalde y el jefe local de Falange, del párroco y del comandante del puesto de la guardia civil, y de algunos vecinos de probada “solvencia moral”. Los expedientes eran tramitados por las autoridades militares locales, de donde pasaban a las autoridades provinciales, para terminar por fin en manos del general jefe de la Segunda División , quien los pasaría para cumplimiento de sentencia a los presidentes de las Audiencias Territoriales y a las comisiones directoras y administradoras de Bienes Incautados. En el momento en que salía publicada en el BOPH la incoación de expediente, el expedientado perdía automáticamente la disponibilidad de sus bienes, bancos y demás instituciones estaban obligados a congelarlos en espera de las decisiones judiciales.
En muchas ocasiones, los bienes incautados eran vendidos en pública subasta. Por lo general, la autoridad que organizaba la subasta encargaba un peritaje para tasar los bienes. Como la tasación se realizaba según los precios de 1936, los artículos por lo general se vendían a un precio inferior al real. Para tomar parte en la subasta se exigía consignar previamente en el juzgado o la comandancia el diez por cierto efectivo del precio de lo confiscado, no admitiéndose postores que no cubriesen, por lo general, al menos las dos terceras partes del avalúo. El rematante tenía que pagar, además, los gastos del peritaje, los de la publicación del anuncio de la subasta en el BOPH, los de consignación en la Caja General de Depósito del importe de la subasta y de cualquier otro gasto derivado de la subasta y adjudicación.
Estas subastas, donde las más de las veces sólo acudía una persona, permitieron a muchos caciques locales adquirir bienes a precios ridículos. En las pujas no existía demasiado control. No se tenía por costumbre dejar constancia por escrito de lo vendido, de los beneficios obtenidos ni de las personas que habían intervenido en las operaciones. En el caso del arriendo de fincas incautadas, se seguía un proceso no menos curioso: los interesados en arrendar una de estas fincas entregaban su petición en un sobre cerrado en la comandancia militar de la localidad, que al poco tiempo publicaba la lista de “agraciados”.
Las confiscaciones realizadas se revistieron de varias formas legales. La más temprana de ellas fue el Edicto de Confiscación de Bienes, basado en un Decreto de septiembre de 1936. Un año después se pondría en marcha un organismo específico para realizar las confiscaciones, la Comisión Provincial de Incautaciones, que se amparaba en el Artículo 6º del Decreto-Ley de 10 de enero de 1937.
También durante la guerra se creó la llamada “Administración de Bienes de Ausentes”: los gobernadores podían dar orden de incautación de los bienes de aquellos vecinos que se hubieran “ausentado” de sus pueblos. Los ayuntamientos se encargaban de la gestión de los mismos hasta la vuelta de sus propietarios, aunque la mayoría de las veces ésta no se producía porque el legítimo dueño ya había sido asesinado, estaba encarcelado o había marchado al exilio. Aparte de esta legislación general, existieron otras normas específicas, como por ejemplo la Ley de 23 de septiembre de 1939, por la que las antiguas pertenencias de los sindicatos pasaban a ser propiedad de la Falange (que ya venía disfrutando en usufructo esos mismos bienes desde 1936).
Después de la guerra se produjo una cuarta oleada de esta represión económica, que ampliaba y profundizaba las anteriores: la llamada Ley de Responsabilidades Políticas, promulgada el 9 de febrero de 1939. En el Boletín Oficial de la Provincia la primera referencia a la aplicación de esta ley data del 6 de octubre de 1939, y se desarrolló hasta 1948, aunque en el Archivo Provincial se conserva documentación relacionada hasta bien entrados los años 60.
Todo esto sin hablar de otros “efectos económicos colaterales” de esta represión, que se cebaron con muchas familias de represaliados. Muchas de ellas se vieron obligadas a malvender sus propiedades para poder sobrevivir.
Además, la extrema situación creada por las confiscaciones llevó a muchos españoles a sentir un enorme sentimiento de derrota moral y de vencimiento espiritual.
Muchos casos encontraron más tarde, a finales de los cincuenta, el sobreseimiento o el indulto, aunque la devolución de lo incautado, cuando la hubo, se realizó en las mismas cantidades del momento de la incautación, perdiéndose con la inflación el valor intrínseco del dinero confiscado. Lo devuelto a sus legítimos dueños fue, como vemos, una porción ínfima de lo sustraído.
Como nos indica Santiago Vega Sombría, gracias a este procedimiento, el régimen de Franco obtuvo un préstamo sin intereses efectuado por los adversarios políticos para cimentar la construcción del Nuevo Estado.
En Zalamea la Real , muchos fueron los vecinos que, como ya se ha podido leer en no pocas publicaciones, sufrieron los avatares de la guerra. Pero además, muchos de ellos también sufrieron el horror de sufrir el despojo total de sus bienes hasta avocarlos a la pobreza extrema. Las listas de encausados del Tribunales de Responsabilidades Políticas citan a 87 zalameños, entre los que destacamos a los cargos públicos de los ayuntamientos republicanos, a miembros de sindicatos o personas identificadas con los sectores progresistas de la sociedad zalameña. Un ejemplo claro es el de Cándido Caro Valonero, cuya historia todos conocemos y que, después de asesinado, también sufrió la apertura de un expediente.
Un interrogante que nos planteamos es si algún día se podrá realizar una cuantificación total de lo confiscado por el franquismo. El régimen en su día ya realizó sus propias cuantificaciones, que suponemos que son mucho más fiables que las que podamos hacer los investigadores de la actualidad. Un primer balance a nivel provincial se realizó a mediados del año 1938. Se sabe que se hizo un inventario definitivo a nivel nacional a raíz del Decreto de Jefatura del Estado de 9 de septiembre de 1939. Ambos documentos permanecen ilocalizables a fecha de hoy. Sería especialmente interesante acceder a dichos recuentos, para hacer una estimación real de lo expoliado. Es nuestra tarea como historiadores dar testimonio de todo lo sucedido en aquellos años para hacer justicia y para que hechos tan luctuosos como éste no se vuelvan a repetir.
José Manuel Vázquez Lazo. Zalamea la Real. Revista de feria 2010