martes, 5 de septiembre de 2023

Cien escudos para comprar lechones, una liara de pitón entre las boñigas del molino de Los Chaparrales, y la horca de tres palos para el asesino del camino de Cecimbre.


Hacía pocos días que se había estrenado el nuevo año de 1706. En esta piel de toro nuestra, haciendo gala de esa necia costumbre endémica de asestarnos guantazos sin razón, los españoles de a pie seguían enzarzados en una guerra civil para determinar quién debía dirigir sus vidas desde el trono que había dejado vacante “El Hechizado”, seis años atrás: o un señor que había nacido en el Palacio Imperial de Hofburg, el Archiduque Carlos; o un señor que había nacido en el Palacio de Versalles, Felipe, Duque de Anjou, que a la postre, se llevaría el gato al agua, regalando a este país la Casa de Borbón para el trono y el futuro de España.

Aquel mes de enero de 1706, a Pedro Romero, vecino y morador de Campofrío, aldea por aquel entonces de la villa de Aracena, le importaba poco que borbónicos y austracistas siguieran dándose de hostias por la Corona. A él, sinceramente, como a la gran mayoría de los vecinos y vecinas de estos este lugar, lo que realmente les preocupaba era seguir llevándose a la boca algo de comer. Y para ello, Pedro se ganaba la vida como tratante de ganado de cerda, comprando para unos y vendiendo para otros este preciado animal de nuestra tierra.

El 12 de enero se le encomendó la tarea de comprar lechones para dos hacendados de Aracena, Esteban Sánchez y Jerónimo Pérez, por lo que salió de su casa en Campofrío para dirigirse a la aldea zalameña de El Ermitaño, donde sabía que tenía vendedores a quién comprar. Su mujer, María García, ya no lo volvería a ver con vida nunca más.

Por aquel entonces, José Lorenzo había sido elegido alcalde ordinario de Zalamea hacía pocos días, en el cambio de anualidad, como era costumbre. Aún no se había asentado en su nuevo cargo, cuando fue reclamado en una de sus aldeas, como juez, para dilucidar qué había pasado en el camino real que unía Zalamea con Aracena. El día 14, a las 10 de la mañana, uno de los eclesiásticos confesores de la villa dio la noticia de que…cerca del puerto que llaman de la Higueruela, término y jurisdicción de esta villa, inmediato a la aldea que llaman El Ermitaño, también jurisdicción de esta villa, el día de ayer trece del corriente, siendo como media hora después que se acostumbra a tocar el Ave María, habían muerto a un hombre que no se sabía quién es, de dónde ni cómo se llama... Así que en poco menos de media hora, el alcalde, junto a Juan Lorenzo Márquez, escribano del cabildo, y los regidores José Ruiz y Bartolomé de Lara salieron en sus cabalgaduras hacia Los Ermitaños para aclarar qué había ocurrido con tan nefasto episodio.

Estando en el Camino Real, ya próximos a la aldea de destino, les salieron a la trocha dos hombres: Alonso Martín Rincón, vecino de la Higuera de Aracena; y Juan López, de Los Ermitaños, con clara intención de contar a las autoridades qué había ocurrido, …y en secreto dijeron a su merced que era cierto estaba un hombre muerto allí cerca, y que por los indicios que su merced después verá, quien cometió el homicidio fue un hombre que está en dicha aldea, con unos borricos y que es molinero…Así, quizás pecando de inexperiencia como juez en estas complejas lides, abusando de autoridad, o deseando acabar cuanto antes con aquel asunto, el alcalde no dudó en dirigirse a aquella aldea y detener a Miguel García, incluso antes de comprobar si realmente había un muerto en alguna parte de aquellos contornos. Y ese fue el paso siguiente.

Estando en el campo, …en una cañada que está antes de llegar al puerto que llaman de la Higueruela, como a distancia de seis varas del Camino Real que va desde la aldea de Los Ermitaños para Campofrío, Aracena y otras partes, se descubrió tendido en el suelo, boca abajo, un cadáver al parecer muerto, y reconociendo el sitio por mandado de su merced el señor juez, como a distancia de diez varas del dicho cadáver, y cuatro del dicho camino real, se halló un rosario de diferentes géneros de cuentas, engastado en un torzal de hilo, con una medalla de metal redonda de la advocación de San Pedro y San Pablo;  y a ocho varas de distancia con poca diferencia del referido cadáver, y dos del sitio donde se halló el rosario, y vara y media del dicho camino, se halló un sombrero vasto viejo, sin cinta; y reconociendo más por menos el sitio en el que se halló el rosario, se reconoció un poco de monte brezo y tomillo destrozado […] como si el dicho cadáver hubiera caído allí, pero no se halló sangre ni otra señal.

El escribano iba tomando nota de todo lo que allí se estaba viendo, para las futuras diligencias judiciales: aquel cuerpo pertenecía a un hombre de poco más de 28 años, de tez blanquecina, barba y pelo corto de color negro,  vestido…con una casaca de paño pardo bien tratado, calzones de lo mismo, polainas del mismo paño, aunque viejas, y zapatos de vaca de una costura, armado de lienzo común blanco, y calcetas del mismo lienzo, y atadas las polainas a las piernas en vez de ligas con unos cordones hechos de pelo de persona… y con las faldriqueras del pantalón vacías. Presentaba, como indicio indudable de su expiración, un balazo por la espalda, y una serie de golpes en la cabeza y rostro que impedían determinar quién era; y que con toda probabilidad habían desangrado a aquel desgraciado. Aunque al estar el cuerpo depositado sobre un pequeño arroyo, la corriente de agua había limpiado cualquier resto de sangre.

Entre todos llevaron al cadáver a la aldea de Los Ermitaños y el alcalde, juez en estos casos, comenzó con el interrogatorio ese mismo jueves 14 de enero. Tomó juramento bajo la señal de la santa cruz a Juan López, que les había salido al paso aquella mañana; Juan Domínguez, Miguel Moreno y a su mujer, Catalina Hernández; y a Bartolomé Martín, que prometieron decir la verdad.

El primero señaló que el día anterior, día 13, …a la hora que se acostumbra a tocar Ave María…, cuando venía de rozar, y a la altura del Puerto de la Higueruela, oyó un disparo de lo que creía era una escopeta, y unas voces que le alertaron de que allí ocurría algo anormal. Fue entonces cuando subió un pequeño repecho hasta oír con mayor nitidez los gritos de desesperación de un hombre que indicaba…Miguel, ta Miguel, perro, que me matas, por amor de Dios, ta Miguel, ta hombre… Y aquello le hizo huir despavorido pensando que estaban matando a alguien. Al llegar a Los Ermitaños contó lo ocurrido y reunió a una decena de hombres para salir al campo a comprobar sus temores. Pero llegados al lugar de los hechos, allí no había indicios de nada.

Al día siguiente, aquella misma mañana del día 14, los mismos diez volvieron a peinar la zona y encontraron, ahora sí, a un hombre muerto al que Juan López había identificado como Pedro Romero, vecino de Aracena y morador en la aldea de Campofrío. Visto esto, no dudó en salir al paso de la autoridad y acusar sin ningún tapujo al ya preso Miguel García, puesto que era conocido del muerto.

Preguntado por el juez sobre el convencimiento de que había sido tal Miguel y no otro, Juan López respondió que…no hay otro más que Miguel Moreno, pero que este cuanto el testigo vino a dar la noticia, estaba en su casa y lo cual no podía ser si fuera el matador por haber sucedido todo en breves distancia de tiempo… Además, afirmó que José Domínguez había visto al reo la mañana del 13 sin sus habituales borricos de carga y que iba armado con una escopeta. Y para más certezas, dijo al señor juez que sabía por medio de otros vecinos, que el muerto venía a la aldea a comprar lechones, y por ello con gran cantidad de dinero en sus alforjas, y que sabiendo que el preso Miguel García,… andaba con hombres de mala vida fama y costumbres y que es muy aficionado a jugar… Todo indicaba, a su juicio, que había robado y matado a Pedro Romero,… y hasta las mujeres de la dicha aldea han atribuido este delito al dicho Miguel García.

El segundo en testificar fue José Domínguez. Señaló que el día anterior, estando en el Puerto de la Majada, se encontró con el acusado, Miguel García…solo y sin borrico alguno, con la escopeta y frascos como no acostumbraba a venir, y que sería como a los 9 de la mañana cuando le preguntó de dónde venía, y respondió que venía desde Cezimbre…Sin dar más importancia al hecho, fue a recoger leña. Pero al llegar a la aldea, oyó todo lo que comentaba Juan López, por lo que se unió al grupo de hombres que salió al campo, a pesar de hacer muy mala noche, corroborando todo lo contado por el anterior.

Pero añadió un nuevo elemento a la indagación; según había oído, el mismo Miguel García había preguntado en la aldea si Pedro Romero habría de ir por allí a comprar lechones, y el vecino Miguel Moreno le respondió que sí, que habría de ir la noche del día 13 a por el ganado para llevarlo a Aracena,…y traía más de cien pesos escudos en oro y plata… Con todo, se unió a la coartada que libraba a Miguel Moreno de cualquier género de dudas sobre su inocencia, diciendo que éste había estado junto a él en Los Ermitaños el momento del asesinato.

Miguel Moreno, tercer testigo, confirmó que el cadáver pertenecía a Pedro Romero, con el que trataba de ordinario la compraventa de cerdos para sus clientes de Aracena. De hecho, él mismo había estado presente cuando los aracenenses Esteban Sánchez y Jerónimo Pérez entregaron a Pedro 112 pesos. A la vuelta de Aracena, Pedro se quedó a pasar la noche en su casa de Campofrío y él volvió a Los Ermitaños para preparar los cerdos que debía venderle al día siguiente. Ratificó además el interés mostrado por Miguel García cuando le preguntó a él mismo sobre el dinero que podría tener Pedro Romero para la trata de ganado, indicando que su propio padre le quería vender tres lechones más. Con todo, corroboró, junto a su esposa, Catalina Hernández (que lo acompañó a testificar) lo indicado por los dos testigos anteriores.

El último testigo de estas primeras pesquisas fue Bartolomé Martín. Contó que el mismo día trece, después de rozar, supo que su amigo Alonso Martín Rincón, de la Higuera de Aracena, se encontraba en casa de Miguel Martín y quiso ir a verlo y echar un rato de conversación. Estando los tres en la cocina del tal Miguel, llegó su propio hijo, de apenas seis años, y arrimándose a él le dijo que en el Puerto de la Higueruela estaban matando a un hombre. Y del resto, pues lo conocido.

Acabado el interrogatorio, acabó también la jornada.

Al día siguiente, 15 de enero, los justicias se dirigieron a Campofrío, a casa del difunto. Allí preguntaron a María García, su mujer, cómo iba Pedro vestido, a lo que ella les describió sus ropajes, el uso del rosario y la medalla de San Pedro y San Pablo. Fue entonces cuando narraron a aquella joven criatura lo ocurrido, y la acompañaron a reconocer el cadáver, del que al verlo, y a pesar de tener el rostro desfigurado, no tuvo dudas de que era Pedro Romero, su marido.

El alcalde, José Lorenzo, y los regidores José Ruiz y Bartolomé de Lara, a tenor de las pesquisas que habían realizado, no tenían ya la menor duda de quienes eran los actores principales de aquel caso. Aquel mismo viernes 15 de enero, después de haber despedido a la desconsolada viuda, fueron a las casas del vecino de Los Ermitaños, Esteban López, donde se encontraba arrestado Miguel García. Y se le hizo confesar, después de registrarle los bolsillos, donde encontraron una hachuela de hierro, dos balas de escopeta y doce reales de vellón.

Este declaró que en la mañana del día 13, al salir el sol, partió desde su lugar de residencia, el molino de los Chaparrales, en el Río Tinto, cargado con su escopeta y los consiguientes frascos llenos de pólvora, … y fue a La Solana del Castillo Bajo, y de allí al Escorial por encima de la fuente que llaman Cagaca, y al verdinal del Barranco del Lobo […] y por detrás del Campo Cullera, y bajando a la fuente de allí poco a ésta, a donde estuvo en diferentes casas;  y después el arroyo seguido abajo hasta llegar a su molino, que es el dicho de Los Chaparrales.… Al llegar a su propiedad, sobre las 12 del mediodía, se asó unos torreznos y partió hacia la Aldea de Riotinto.  En ella estuvo jugando a los naipes en casa de Jacinto Díaz, con el sacristán y otros vecinos. Al terminar, volvió a su molino cuando ya apenas quedaba una hora de sol,…a donde estuvo un breve rato, y luego tomó la escopeta y se fue a esperar un conejo al Hoyo que llaman del Quebrantahuesos. Y no volvió hasta media hora después de haber anochecido.

Una vez tomada la declaración, se le llevó a ver el cadáver, y confirmó que eran los despojos del tal Pedro, a quién dijo conocer por tratar con él.

Ese mismo día, el alcalde encomendó al regidor José Ruiz que acompañase al reo y al cadáver hasta Zalamea, mientras él y el escribano irían a reconocer el molino de Los Chaparrales. El cuerpo del difunto, que ya llevaba dos días muerto,…se puso sobre dos colchas en una mula cubriéndolo con una manta de lona blanca…, y tomaron el camino de vuelta a la villa.

Mientras, en el molino, las autoridades encontraron a Juan García y María Romera, padres del sospechoso, a los que también interrogaron. El primero indicó que…la noche en que sucedió la muerte de Pedro Romero y el siguiente, estuvo en la villa de Zalamea la Real haciendo justo repartimiento, como su merced le consta, respecto de lo cual no ha sabido cosa alguna hasta anoche catorce del corriente, que habiendo venido supo cómo estaba preso el dicho su hijo, y que no sabe si su hijo ha cometido ese asesinato… Su madre corroboró lo contado por su propio hijo en la declaración de éste. El alcalde inspeccionó el molino, donde encontró… en un aposento que está al lado izquierdo, un cuchillo grande de una tercia y más de largo, escondido entre la ropa de una cama…, que tomó como prueba y se llevó a Zalamea, donde volvieron tras el reconocimiento.

Ahí ya había llegado el regidor José Ruiz con el reo y el cadáver, que esperó a la rápida llegada del alcalde para determinar qué hacer. Éste ordenó al alguacil mayor, Juan Moreno, que llevara a Miguel García a la cárcel pública y… se le pusieran dos pares de grillos, remachando las chapetas y cerrando con puerta de hierro. Llevaron la escopeta y demás pruebas a la sala capitular del Cabildo, e hizo lo propio con el cadáver, depositándolo… en el hospital que llaman de la caridad (ya hemos hablado en otras ocasiones sobre las disputas entre las cofradías de la Vera Cruz y la Santa Caridad por el control del Hospital de Santa María de Augusta. Y en esta ocasión se le cita de esta manera). Allí, Alonso Pérez Moreno, maestro cirujano de la villa, reconoció el cuerpo, indicando que … el difunto recibió una herida circular por el omóplato de la parte derecha y penetró por la cavidad del pecho, la cavidad vital, y otra en el cuello por la   parte baja, cercana a la clavícula de dicha parte, la primera al parecer hecha con instrumento de pólvora; la segunda del cuello, al parecer hecha con instrumento cortante; y otros heridas en el rostro y cabeza, con el dicho instrumento cortante.

El alcalde tenía empeño en cerrar aquel asunto con la mayor premura posible, y las diligencias se sucedieron entonces: se tomaron declaraciones a varios vecinos de Campofrío, que habían sido citados en Zalamea (Martín Esteban, Pedro Martín y Diego Domínguez), que describieron al difunto como un hombre quieto y muy pacífico.

Al día siguiente, el 16, se instó al preso Miguel García realizar una segunda declaración: reiteró todo lo narrado anteriormente, aunque añadiendo algún dato más,  como que… el día 13, siendo ya claro el día al amanecer, salió de las casas de Jacinto Díaz, morador en la aldea de Río Tinto, donde había dormido aquella noche, y fue al molino que llaman de los chaparrales donde reside su padre. Y allí estuvo un breve rato. Y de allí salió por la zona del Castillo Viejo, y de allí fue a el Hoyo de Valdelimones, y de allí al Escorial, y por el lado de mano izquierda de la fuente que llaman Cagara viniendo de Riotinto a esta villa, y pasó al verdinal del Barranco del Lobo, y a los Casarejos, y por el atajo y el camino de Cezimbre por el lado de las cercas del Ermitaño, hasta dar en la aldea a donde estuvo y habló con diferentes sujetos de ella, y con Miguel Moreno a quien preguntó por Pedro Romero.

El día 20 se formalizó el juicio: José Lorenzo como juez; Juan Lorenzo como escribano; y el licenciado Esteban Márquez, abogado de la Real Audiencia de Sevilla, como fiscal. Miguel carecía a estas alturas de un abogado defensor, lo que era totalmente irregular en un proceso de este tipo. Y ese mismo día, Miguel confesó, porque…siendo como católico cristiano no quiere que indebidamente otros padezcan por delitos que el confesante ha cometido y así los declara.

Contó al fiscal, bajo la atenta mirada del juez, que era soltero, arriero acarreando trigo para el molino de su padre, en Los Chaparrales, morador en la Aldea de Riotinto, y que tenía 25 años… cumplidos por San Miguel del año pasado. Dijo que en la mañana del día 13, hizo todo lo que dijo en su declaración anterior. Y que por la tarde, lo mismo, … pero que ahora de nuevo, conociendo el grave delito que comete  el que no diga de verdad,  añadió que …habiendo salido del molino a tirar, como tiene de claro como con una hora de sol, andando en los montes cerca del Corral del Toro le vino a la memoria lo que tiene declarado haber preguntado a Miguel Moreno la mañana del dicho día, y pasó a esperar a Pedro Romero con el ánimo de quitarle el dinero que traía,  y la vida.

De este modo se dirigió al sitio que llaman El Parral, y subió al Puerto que llaman de la Higueruela. Y entrando en el camino real,… se fue el camino adelante a poco rato como tres tiros de piedra en contra del dicho Pedro Romero, a quien le dijo que venían unos soldados allí detrás, con el ánimo de que el dicho Pedro Romero se entrase en el monte, y esperase que fuésemos tarde para que no ser sentido en la ejecución de lo que intentaba.  El pobre Pedro, pasado un rato, y al ver que no venían soldados, le dijo que podían seguir la vereda, y así llegaron hasta a un regajo que está cerca del Puerto de la Higueruela. Entonces, con la escopeta cargada,… levantó el gato sin que lo sintiese el dicho Pedro Romero, le apuntó al pescuezo, disparó el tiro y le dio la munición al Pedro Romero. Y este le dijo “ah perro que me has venido a matar”, al tiempo que se levantaba del suelo.

Pedro se defendió tirándole piedras, y Miguel respondió del mismo modo. Estuvieron un rato apedreándose, hasta que el confesante alcanzó a los pies de Pedro y lo hizo caer … y viéndole caído tomó la escopeta por el cañón y le dio diferentes golpes quedando Pedro Romero como marcado con lo que el confesante se retiró a breve distancia, y mirando hacia el muerto le vio por estar de espaldas a abrir los ojos, y temiéndose quedarse vivo y le descubriese, bajó a levantar unas piedras y a pedradas le hizo que volviese a caer donde fue hallado; y bregando con él, sacó una navaja y le dio diferentes golpes hacia la garganta.

El ensañamiento también era evidente tras la confesión.

Tras el asesinato, Miguel recogió unas alforjas viejas donde estaba el dinero. Y se lo llevó a esconderlo en dos sitios diferentes: una parte lo llevó al molino de Los Chaparrales, metió las monedas en una liara de pitón de vaca y la escondió bajo unas boñigas secas, al lado de un montículo de piedras. La segunda partida, cerca de la huerta que llaman de La Romera…entre un verdinal que está de la corriente del agua para arriba, debajo de una abulaga, con una piedra por delante, en una bolsa de cuero colorada y un garniel de presa negro.

Ese mismo día, fueron al molino, el alcalde, el escribano, el fiscal y el alguacil mayor a corroborar lo señalado por el reo. Reconocieron unas boñigas de vaca secas que estaban en un rincón de aquel recinto y hallaron…una liara de asta de toro, al parecer con tapadores de corcho, y en la puerta más ancha, debajo del tapador, unos papeles para que apretase, y tenía dentro diferentes monedas de oro y plata, cantidad de veinte pesos escudos, menos nueve reales, y así mismo un cuarto de calderilla. Luego fueron a la Huerta de La Romera, y miraron el sitio indicado,…y se halló un garniel de pieza de vaca, al parecer negro, y una bolsa pequeña de badana encarnada, atada con un pedazo de cordón de seda encarnada, las cuales tenían dentro sesenta y un pesos escudos, y diecinueve reales, en diferentes monedas de oro y plata y algún vellón. En total, algo más de 81 pesos de los 100 que presumiblemente había robado. El resto nunca apareció.

El fiscal formalizó entonces la acusación de homicidio y robo contra Miguel García.

Unos días más tarde, el 12 de febrero, a Juan Bernal de Francisco Delgado, vecino de Zalamea y procurador del número de ella, fue nombrado defensor de Miguel García. Y aunque las pesquisas dejaban claro el desarrollo del delito, conformó su defensa como era a derecho. Para ello incorporó a la causa las declaraciones de Juan García, padre del reo, y de otros vecinos de la Aldea de Riotinto, como Juan Díaz, Juan Domínguez, José Domínguez y Juan Navarro.

Su padre indicó que Miguel era hombre de bien, quieto y pacífico. Los demás lo corroboraron, señalando que eran cristianos viejos, que habían sido familia sin maltratos, y que incluso el hermano de Juan era muy respetado en aquellos contornos, puesto que era alférez de Su Majestad. Pero sí que resaltaban el gusto por el juego de naipes de Miguel, lo que a veces le hacía gastar parte del caudal de su padre.

Bernal presentó entonces el informe de la defensa, donde solicitaba la absolución completa del reo, dándole por libre y sin costa alguna pro el proceso judicial que se había llevado a cabo. Defendía que… no hay testigo que viene ni oyere a mi parte en el puerto de la Higueruela que fue donde dieron muerte al dicho Romero, ni en todo el día 13 por la tarde le vieron pasar por aquel sitio, ni que fue la hora y día que le mataron y robaron. Y que … la presunción de Juan López y los demás moradores de los ermitaños se reducen solo en que mi parte se llama Miguel, y era conocido del muerto, como si esta misma presunción no se verificara en otros muchos de este nombre, en la aldea de Campofrío y ventas, donde era vecino el muerto, y en otras muchas aldeas y montes que hay en el sitio donde se halló el muerto, y que siendo como era muy conocido y amigo del difunto, como costa de los mismos testigos y la viuda, que aseguraba que era molinero de su casa, pues no es de creer que un amigo con quien tenía comunicación le quitase la vida y la razón de amistad.

Denunciaba por último que el acusado había realizado la confesión después de llevar mucho tiempo en la cárcel, cansado casi sin comida y agua

Pero su tesis se derrumbó el  24 de abril, cunado Miguel García, preguntado de nuevo por el juez, volvió a ratificar su confesión, donde aseguraba era el culpable del robo y asesinato de Pedro Romero.

El juicio quedó visto para sentencia.

El 13 de agosto, en la ciudad de Granada, y en su Real Chancillería, se dictaba sentencia contra Miguel García por haber dado muerte alevosa a Pedro Romero. El reo era condenado a muerte…para cuia ejecución sea sacado de dicha cárcel en una bestia de albarda, con soga a la garganta, aprisionado de pies y manos, con voz de pregonero que manifestase su delito, y sea llevado por las calles acostumbradas al sitio donde estuviere prevenida la orca para el suplicio,  de la cual fuere colgado por el pescuezo y ahorcado hasta que muriere naturalmente, donde esté bien a vista de todos el tiempo acostumbrado para escarmiento de otros… Debía además, devolver lo restante de la cantidad robada y el pago de las costas judiciales.

El seis de septiembre de 1706 pasearon a Miguel García por las calles de Zalamea tal como dictaba la sentencia judicial. En esta ocasión, el escarmiento acabó en la Plaza Pública de la localidad,…en donde estaba hecha una horca de tres palos en la cual el dicho ejecutor de la justicia ahorcó al dicho Miguel García hasta que quedando muerto al parecer naturalmente, y colgado de la dicha horca, lo cual pasó el dicho día a las once horas poco más o menos.

Mientras Miguel permanecía pendido de la soga por el pescuezo, se pregonó…en altas e inteligibles voces por boca de Bartolomé de Lara, pregonero del Concejo de esta villa, que ninguna persona sea osada de quitar la horca donde está el dicho Miguel García sin horden ni licencia de su merced, José Lorenzo, alcalde hordinario y de la justicia de esta villa bajo pena de la vida y traidor al Rey Nuestro Señor.

viernes, 4 de febrero de 2022

1888. Año de los Humos. Año de los Tiros.

Desde la llegada de la compañía inglesa a Riotinto, el método de extracción del mineral a través de la técnica de fundición por teleras fue degradando medioambientalmente el término hasta cotas irreversibles. Desde inicios del XIX la explotación de los enclaves mineros había ido mermando el medio natural de la zona, sobre todo a través de la tala masiva de árboles, agravándose durante la gestión del Marqués de Remisa. La evolución del proceso de fundición y el método extremadamente contaminante de las teleras provocaron la indignación de la población, que veía cómo su salud se iba degradando día a día, y cómo sus campos perdían sus garantías agrícolas. Los ingleses usaron la cementación artificial o calcinaciones al aire libre para obtener el cobre, método iniciado ya en tiempos de Remisa. La técnica se basaba en la colocación de grandes montones de mineral, haciendo una montaña, sobre ramajes secos –estructuras conocidas como teleras-. Se les prendía fuego, y se mantenían encendidas de seis a doce meses, desprendiendo diariamente hasta 500 Tm. de gases sulfurosos al día. El humo formaba una gran nube tóxica conocida como “manta”. Posteriormente, una vez terminada la combustión, se procedía al lavado con las aguas agrias de la mina hasta precipitar el cobre puro. Las continuadas quejas de los agricultores de la zona contra el uso de las teleras, no dejaban de señalar que los humos de las calcinaciones afectaban a los cultivos y al ganado, y sobre todo, a la salud de las personas. Éstos habían formado la llamada Liga Antihumista, liderada por el terrateniente de Higuera de la Sierra, José Ordóñez Rincón. Éste, a la postre, era yerno del gran hacendado zalameño, José Lorenzo Serrano, lo que colocaría a Zalamea la Real a la cabeza de las reivindicaciones contra las calcinaciones.

Las demandas llegaron a oídos de las altas estancias del Estado, que no dudaron en zanjar la cuestión de los humos, aunque de una manera completamente parcial. En 1877 los 17 pueblos afectados por las calcinaciones elevaron su queja al Gobierno de la nación. Se nombraría una Comisión formada por el Ingeniero de Minas Federico de Botella de Hornos, el Ingeniero de Montes Urregola y el agrónomo Azcárate, director de la Estación de Patología Vegetal de Madrid. Tras estudiar la situación in situ, y escuchar las versiones de los vecinos y de la todopoderosa RTC, redactaron las conclusiones junto a la Junta Superior Facultativa de Minería y el Consejo de Estado. El poder económico de la RTC era insuperable y sus postulados, la defensa del sistema de calcinaciones, fueron respetados por encima de los clamores continuados de los vecinos de las cuencas mineras de Riotinto y Tharsis. El 22 de Julio de 1879 se dictaba una Real Orden que ahogaba las pretensiones de éstos últimos: “...demostrado que los humos no son perjudiciales á la salud pública, como lo demuestra el notable crecimiento de la población de la comarca en los últimos años [...] entre dos industrias que han llegado á ser incompatibles en una región, hay que optar por la más importante, si bien imponiéndole la obligación de indemnizar debidamente á la otra. En esa parte de la provincia de Huelva [...] la industria más importante y que ha dado la riqueza al país es la industria minera. Los establecimientos de Tharsis y Río Tinto, contribuyen á los gastos del Estado y de la provincia con 1.433.594 pesetas anuales, y los 17 pueblos que comprende dicha parte, pagan por el concepto de inmuebles 307.438 pesetas al año, de manera que las referidas dos Empresas satisfacen por sí solas más de un millón de pesetas más al año que toda la industria agrícola [...] á esto se añade que los tres establecimientos mineros á que se refiere el expediente, sostienen unos 8.000 trabajadores[...]se han abierto tres vías férreas que ponen en comunicación los grandes centros de la provincia con la capital y con el mar, y se ha construido un magnífico embarcadero en el puerto de Huelva, antes desierto de buques y hoy muy concurrido,[...]”.

La opción más plausible para la RTC y para el propio Estado -ya hemos visto, la industria minera le era muy rentable, aunque esa rentabilidad se procesara en detrimento de la población-, era la de declarar de utilidad pública las propias calcinaciones. De este modo se indicaba “que no cabe prohibir ni limitar la calcinación al aire libre, porque ni lo pide la conveniencia, según queda demostrado, ni lo autoriza la legislación vigente[...]ni podría imponerse dicha prohibición á la Compañía Río Tinto sin exponerse á una petición de rescisión del contrato de compra al Estado de sus minas ó de indemnización de perjuicios [...] lo único que procede es buscar un medio práctico de hacer efectivo el resarcimiento de los daños que la industria minera cause á la agrícola [...]Este medio no es otro que el de declarar de utilidad pública el sistema que actualmente emplean las Empresas de la provincia de Huelva para beneficiar los minerales de cobre, á fin de que expropien las fincas perjudicadas por los humos de las calcinaciones [...]”. Para este hecho se procedió a dividir la comarca en 4 zonas. La primera y la segunda, denominadas arrasada y muy influida, serían las que se favorecerían con alguna indemnización. Las zonas tercera y cuarta, aunque destruidas por el influjo de los humos, la Comisión indicó no poder demostrar la influencia del anhídrido sulfuroso sobre los cultivos, por lo que quedaron sin compensación alguna.
José Lorenzo Serrano


El 14 de enero de 1880 las Cortes declaraban de utilidad pública las calcinaciones al aire libre y se ratificaba el 22 de julio. Un auténtico varapalo para una población hastiada de sufrir las consecuencias insalubres de los métodos colonialistas -en Gran Bretaña estaban prohibidas desde hacía tiempo-. Durante más de seis años no se atendió ninguna demanda de los agricultores. El día 10 de enero de 1887, el concejal Francisco Serrano González ponía en conocimiento de la Corporación las quejas de un nutrido grupo de vecinos alarmados por el incremento de los daños producidos en la agricultura “por los humos de las calcinaciones cobrizas al aire libre de los establecimientos mineros de Riotinto y Los Silos…”. La queja lamentaba la excesiva frecuencia con la que las nubes de humo cubrían el entorno, sobre todo por las noches, “lo cual, como es sabido, perjudica tanto a la salud, con especialidad a los que padecen de afecciones del pecho y de la vista…”. La Corporación delegaba en el concejal Serrano González la tarea de comunicar por escrito al Gobernador Civil de la Provincia las penurias insalubres por las que estaba pasando la población de Zalamea – y por extensión de toda la Cuenca Minera- para dar una solución al problema. El día 2 de febrero de 1887 se reunían en el palacio de la Diputación Provincial los comisionados de los pueblos afectados por las calcinaciones, con el objetivo de encontrar una solución ante el grave problema de salud. Se llegó al acuerdo de elevar a las Cortes una somera descripción de lo que ocurría en la zona para demandar una ley que impidiera los daños ocasionados, a la vez que intentara conciliar los intereses agrícolas con los de las empresas mineras, “… y como sea este pueblo uno o el que mayores perjuicios está sufriendo por los maléficos efectos de dichos gases claro es que ha de ser también el más principalmente obligado a dirigir la entredicha reclamación...”. El notario José Natalio Cornejo sería el elegido para llevar a cabo las gestiones y para elaborar la demanda.

Las quejas se fueron incrementando con el paso de las semanas a tenor del aumento de las calcinaciones. Indignado por la pasividad de las autoridades provinciales y nacionales, el Alcalde José González Domínguez, ante la desesperación de los vecinos, tomó en el mes de junio la decisión, ratificada unánimemente por el pleno, de “prohibir en absoluto la calcinación de minerales al aire libre en las minas que radican en este término dando de plazo cinco meses para la conclusión de las que hoy existan, y siendo una de ellas la denominada Poderosa en donde en la actualidad se efectúa tan perjudicial procedimiento…”. El Administrador representante de dicha mina, Antonio de Sardi y Muñoz, quedaba enterado de la disposición municipal. El problema es que el mayor volumen de elementos contaminantes lanzados al aire venía de las calcinaciones de las minas de Riotinto, donde la ejecución del acuerdo municipal no tenía efectos. La dirección de Mina Poderosa hizo oídos sordos al expediente del ayuntamiento. En diciembre, pasado el plazo otorgado en primera instancia, se hizo saber al Director del establecimiento minero, Diego Bull y Wert, que en el plazo de un las calcinaciones debían de estar totalmente desmanteladas.
A inicios de enero de 1888 los frentes protagonizados por el problema de los humos se ampliaban. En esta ocasión el pleno del ayuntamiento se hacía eco de las continuas quejas de los vecinos de la aldea de El Villar por los daños causados por los humos de las calcinaciones en las minas de Cueva de la Mora y San Miguel, del término de Almonaster la Real.

Una R.O. de 16 de diciembre de 1887 permitía a los ayuntamientos afectados suprimir en sus términos las calcinaciones al aire libre. La gran mayoría la ejecutó, haciendo patente el descontento del vecindario por la merma de la salud y de los cultivos. Pero los ayuntamientos de Minas de Riotinto y Nerva no llevaron a efecto el permiso, protegiendo el sistema de teleras en sus respectivos términos. Por este hecho, en la mañana del día 24 de enero de 1888, más de 200 obreros de las minas se apostaban pacíficamente a las puertas de las Casas Capitulares de Zalamea “… que protestaban por los acuerdos tomados por los Ayuntamientos de Riotinto y Nerva por haber negado la prohibición de calcinaciones al aire libre […] suplicando asimismo a esta Corporación se comunicara por telegrama al Gobierno de S.M. se dignara resolver pronto la cuestión pendiente por no serles posible continuar trabajando en dicho establecimiento por ser mucha la afluencia de gases sulfurosos que despiden las teleras…”. El secretario levantó acta de todo lo acontecido en la mañana y acto seguido se envió un telegrama al Ministro de Gobernación y al Gobernador Civil de la provincia exponiendo las demandas de los obreros.

El 1 de febrero se volvían a concentrar en las puertas del ayuntamiento, a las 2 de la tarde, unos 1.500 obreros de las minas, en representación de otros 4.000. Indicaban que se habían presentado al ayuntamiento de Riotinto para solicitarles la eliminación de las teleras por el bien de la salud de los habitantes de la cuenca, “evitando así el tener que lamentar desgracias personales como las ocurridas en las personas de Juan Muñiz, Gil Márquez, Felipe Morueta, Gabriela García Artin y otros muchos mas cuyos nombres no recuerdan los firmantes”. Junto a ello, los mineros hacían patentes otras reivindicaciones de carácter laboral: la supresión de la peseta para prescripción facultativa; la supresión de las 2,5 pesetas que se le descuenta al operario por extravío involuntario de la libreta en la que se anotaban los anticipos; la reducción de doce hors de trabajo por la de nueve; la prohibición de los contratos en los trabajos de las minas; el relevo del jefe de dicho departamento; la supresión de las multas; y la supresión de los cuartos y medios jornales que se descuentan por las mantas de humos. La llegada a la mina en 1883 de Maximiliano Tornet, ciudadano de origen cubano y de clara filiación anarquista había potenciado la movilización obrera en busca de mejoras en el trabajo. De ahí que las reivindicaciones contra el uso de las teleras se complementaron con demandas laborales. A partir de entonces los acontecimientos se fueron sucediendo con rapidez. En la madrugada del tres de febrero grupos de hombres recorrían las calles del pueblo gritando “abajo los humos” intentando recavar manifestantes para unirse a los de Minas de Riotinto, haciendo extensiva la búsqueda de apoyos en las aldeas del término. La Corporación, temiendo actos que alteraran el orden público, quedo constituida de forma permanente hasta las tres de la mañana, en que los ánimos parecían apaciguados.

El día 4 de febrero de 1888 se llevaría a cabo la manifestación de todos los vecinos de la Cuenca que, a la postre, derivó en la matanza de más de 200 personas, como sostienen los datos populares, frente a los oficiales que tan solo hablaban de 14 muertos. Fuera una u otra la cifra, la cuestión es que se produjeron muertes por las cargas indiscriminadas del Regimiento de Pavía que se había desplazado a Minas de Riotinto ante el desarrollo de los acontecimientos. Siguiendo a Ferrero Blanco, las teorías sobre una manifestación pacífica encuentra varias versiones. Si nos acercamos a las crónicas del el diario La Provincia, muy cercano a las posturas de la RTC, el argumento que ofrece es el de una manifestación violenta fruto de las protestas de una masa enfervorizada. En la Carta a un amigo imparcial publicado en el citado diario se dice: “Pretender que aquello que de Zalamea vino era una manifestación pacífica es desconocer la monstruosa violencia que intentó ese municipio. Disfrazar lo ocurrido es proceder de mala fe, lo que es, después de todo, completamente estéril ya que puede comprobarse si se publica el telegrama que el Alcalde de Zalamea puso al Gobernador de Huelva y el del señor Jefe de Tráfico de Buitrón. También de viva voz nos lo manifestaron así el Sr. Alcalde, D. Lorenzo Serrano y otros que aseguraron venir arrastrados, y que afirmaron no poder contener aquella masa desbordada y mostrarse víctimas de ellas e impotentes para contenerlas”. La carta del Alcalde de Zalamea al Gobernador indicaba la pretensión de los manifestantes al invadir las Casas Capitulares y obligar a los ediles a presidir la marcha “para ir a las minas a destruir teleras”. Publicada de nuevo en La Provincia, los directivos de la RTC usaron este diario para justificar sus actos promoviendo una imagen violenta de los manifestantes. La visión violenta de la manifestación la encontramos también en la obra de David Avery Nunca en el cumpleaños de la Reina Victoria, teniendo en cuenta la cercanía del autor británico a las posturas de la RTC.

La versión contraria, y presumiblemente la que se acerca a la realidad de los acontecimientos, es la ofrecida por el periodista José Nogales en La Coalición Republicana: “Salen de Zalamea el día 4 a las 10 de la mañana, invitando a las autoridades para que formasen parte de la comisión que les habría de representar ante el Municipio de Riotinto. Se pusieron en marcha un número incalculable de hombres, mujeres y niños. Puede decirse que en Zalamea no quedaron más de 100 personas y éstas por enfermedad o atenciones perentorias que a ello las obligaban. Era un espectáculo en alto grado conmovedor el que representaba aquella muchedumbre que, ordenada y pacíficamente, atravesaba los caminos de la Sierra como en peregrinación, para exponer sus quejas y hacer evidente su ruina demandando un acuerdo. Nadie llevaba armas ¿para qué? Iban a pedir y como prueba de sus intenciones llevaban a sus mujeres y a sus hijos. Si su actitud y sus propósitos hubieran sido amenazadores no habrían puesto ante las balas de los soldados a esos inocentes seres... entraron en la población a los gritos de ¡Viva la agricultura! ¡Abajo los humos! ¡Viva el orden público!”. La visión de Nogales, la que enfatiza el valor pacífico de la manifestación del 4 de febrero de 1888, será defendida por otras muchas editoriales, como los diarios El Reformista o El Cronista de Sevilla, donde ensalzan esta característica. Y el mismo Romero Robledo, que en sus discursos parlamentarios refería el carácter pacifico de la marcha, donde se veló en todo momento por preservar el orden público.

Como es sabido, el día 4 de febrero de 1888 saldría de Zalamea la Real una manifestación pacífica, adornada con la banda de música de la localidad, donde asistían familias completas –mujeres y niños incluidos- . A la cabeza irían José Ordóñez rincón y su suegro, el zalameño José Lorenzo Serrano, como líderes de la Liga Antihumista y en calidad de grandes terratenientes; y el alcalde de Zalamea, José González Domínguez. El testimonio del concejal Juan López Delgado, nos sirve para describir los hechos ocurridos a partir del 3 de febrero de 1888: “Que siendo las diez o las 11 de la noche del día 3 del corriente y estando en casa de José Tatay Gil se oyeron voces de viva la agricultura abajo los humos […] vi a muchos hombres al parecer embozados que se acercaron a mi y me dijeron, vénganse V. con nosotros; les pregunté si era alguna manifestación y de donde eran; respondieron muchos a un tiempo labradores honrados que en una manifestación pacifica y en uso de nuestro perfectísimo derecho pedimos que nos quiten los humos […] mas considerando que estas manifestaciones son lícitas y consentidas por nuestra constitución no tuve inconveniente y por temor a que me increparan unirme a ellos aprovechar una ocasión para irme a mi casa a dormir como lo hice al poco tiempo. Ahora bien con respecto al día cuatro por la mañana y levantándome como de costumbre tarde a las diez aproximadamente de la misma me encontré la calle de la plaza de donde soy vecino llena de hombres mugeres y niños y oyendo tocar la música de la población, se me aproximaron un sin numero de aldeanos y me obligan unirme a ellos […] tomaron los manifestantes el camino de Minas de Riotinto con objeto de pedir al Ayuntamiento suprimiera las calcinaciones al aire libre enclavada en su término municipal […] Del orden que es requisito indispensable para consentir cualquier manifestación solo diré que fue admirable como lo prueba el hecho elocuentísimo de las diferentes personas de ambos sexos que la conferían y las muchísimas veces que les ohí, varios gritos como salidos del corazón diciendo viva el orden publico”. Juan López indica cómo la marcha estaba resultando pacífica hasta llegar cerca de El Valle, cuando un nutrido grupo de obreros se acercó a la manifestación que había salido de Zalamea. En aquel momento parece que el temor ante la provocación de algún tipo de desorden envolvió a los manifestantes. Muchos de ellos, entre los que se encontraba el mismo Juan López comenzaron a decir “paisanos no nos unamos a aquella gente que no sabemos con que objeto vienen”. La incertidumbre también envolvía al grupo salido desde Nerva. Ambos conjuntos nombraron unas comisiones para plantear cuál sería el objetivo común de la manifestación al llegar a las puertas del Ayuntamiento de Riotinto. Los obreros defendían, como los habitantes de Zalamea, la supresión de las calcinaciones al aire libre, junto a otras manifestaciones de carácter laboral como la reducción de dos o tres horas en la jornada de trabajo y la eliminación de la “peseta de médico”. Las dos comisiones decidieron ir juntas al ayuntamiento, teniendo en cuenta su objetivo común, no sin antes indicar a los manifestantes que esperaran al resultado de la reunión en El Valle y que no llevaran a cabo ningún acto que alterara el orden público. Al llegar a Riotinto, “al entrar por la calle Saenz se nos acercó un digno teniente de la Guardia Civil y comprendiendo la comisión que dicho señor venía quizás a recomendarnos el orden, se dio un grito de viva el orden publico”. Parece ser que, en vista de las continuas llamadas al orden y a la tranquilidad, el ambiente se estaba perturbando por momentos. La contención de los manifestantes en la zona de El Valle, alejados del lugar de reunión, no era más que una medida para no enrarecer más aún el ambiente. La comisión de manifestantes entró al Ayuntamiento de Riotinto, en cuya sala de sesiones esperaban los miembros del Consistorio. Las negociaciones no tardaron en llegar. En nombre “de ocho o catorce mil individuos de Zalamea y obreros de la mina…” se solicitó tanto las reivindicaciones de los agricultores y ganaderos, como la de los mineros –que debían ser trasladadas al Director de la empresa minera-, teniendo como eje central e innegociable la supresión de las calcinaciones. El consistorio minero replicó que la decisión sobre las calcinaciones ya había sido tomada, y que respecto a las peticiones de los mineros, trasladarían las quejas a la dirección de la mina. La comisión volvió a describir el grave daño que estaban produciendo las teleras en el medio ambiente y en la salud de los habitantes de la zona, por lo que reiteraron su eliminación, instando al pleno a que se reuniera para aplicar la legislación de la Real Orden de 16 de diciembre de 1887. Reunido éste, en privado – no permitieron la asistencia de la comisión que representaba a los vecinos-. Mientras tanto, los manifestantes habían llegado hasta las puertas del ayuntamiento, donde la tensión iba en aumento. Tanto es así, que ante la impaciencia de algunos de los presentes hubo de salir un municipal a indicar que a la reunión no le quedaban más de cinco minutos.

En este ambiente de tensión, el Gobernador de la provincia, Agustín Bravo y Joven, llegó al lugar, siendo recibido entre aplausos por la multitud. Antes de conocerse la deliberación del pleno, subió a la sala de reuniones y mandó llamar a la comisión de Zalamea. De nuevo se le expusieron las quejas, a lo que respondió diciendo que las decisiones que se debían tomar no eran competencia de los ayuntamientos, sino del gobierno, y que se fueran con los manifestantes “porque tenía fuerzas suficientes para retirarlas”. Pidió al Consistorio de Riotinto tomar algún acuerdo, puesto que si en algún caso lo hacía, sería revocado –como lo había hecho en Alosno-. Argumentaba que las decisiones tomadas no serían libres debido a la presión que se estaba ejerciendo por parte de los manifestantes.


La comisión de nuevo instó al respeto de la legalidad y a la Real Orden citada, a lo que el Gobernador hizo oídos sordos. La comisión zalameña, al ver la indolencia de éste ante las solicitudes en defensa de la salud, buscó desesperadamente una respuesta positiva de la autoridad, “...y entonces empezamos con las súplicas, implorando la caridad y la palabra de Dios; le derramamos lágrimas y tampoco pudimos conseguir nada...”. Entonces el gobernador salió al balcón donde explicó todo lo que allí había ocurrido, las decisiones que se habían tomado y la disposición a no contemplar ninguna de las reivindicaciones de los manifestantes. Las declaraciones encresparon aún más a la masa, mientras se les instaba a que se disolvieran con la amenaza de actuar con la fuerza pública. El gobernador llamó al Teniente Coronel del Regimiento de Pavía, jefe de la fuerza que había llegado para contener a los manifestantes, reiterando desde el balcón la necesidad de que los vecinos se fueran retirando de la plaza, indicando que tenía bajo su mando a bastantes fuerzas. Pero en ese momento “… hubo un imprudente cuya voz salió de la hacera izquierda y pronunció las palabras nosotros también la tenemos…”. De repente se oyó un disparo y acto seguido el regimiento comenzó a tirotear indiscriminadamente contra la gente allí reunida. El desarrollo de los minutos posteriores, descritos en innumerables publicaciones, sumió a los manifestantes en el caos. Las calles se llenaron de heridos y muertos.

El 5 de febrero, un día después de la manifestación, el pleno del ayuntamiento abría la sesión lamentándose de los acontecimientos ocurridos el día anterior, ofreciendo todo el apoyo a las familias de las víctimas de tan luctuoso acontecimiento. Se abrió una suscripción para aportar dinero para ayudar a los familiares de los asesinados, aportando el propio consistorio 100 pesetas como cifra inicial.

A finales de mes, consecuencia quizás de los acontecimientos desarrollados el día 4, se daba cuenta de un Real Decreto con fecha de 29 de febrero dónde, de forma gradual, se prohibían las calcinaciones cobrizas al aire libre, “…por cuya resolución ha venido gestionando por espacio de unos diez años, lo mismo este pueblo que los demás de la extensa comarca a que alcanzan los daños de los humos procedentes de dichas calcinaciones…”. La resolución llegaba muy tarde, teniendo en cuenta el desarrollo de los acontecimientos, pero además, la resolución no acabaría con el proceso de fundición hasta algunos años después. No obstante, y ante la gran noticia, el Ayuntamiento “haciéndose fiel intérprete de los sentimientos de este vecindario, que con indescriptible regocijo ha acogido tan bienhechora como por tanto siempre deseada resolución…” acordaba felicitar en nombre de la población al Ministro de la Gobernación, José Luís Albareda. La Corporación, en este capítulo de gratitudes, quería ir más allá, por lo que se propuso declarar hijo adoptivo de la localidad al ministro, y además “... acordó que para con el transcurso de los tiempos no se borrara el grato recuerdo, cariño y consideración que a tan ilustre patricio debe esta localidad de nominará de ALBAREDA a la nueva calle que se está formando a partir de la fuente pública del Fresno a la calle Cruz por ser aquella la de más transito, la más ancha y de formas más regulares que todas las demás de esta citada villa…” -hoy en día, tras varios cambio en el nomenclátor del callejero, este nombre ha desaparecido-. Asimismo se decidió, ante la noticia de la posible venida de Albareda a la feria de Sevilla, constituir una comisión para hacerle entrega personalmente del testimonio de los acuerdos anteriormente expuestos.

En el mismo pleno se recogía la gratitud hacia el Conde de Gomar y Juan Talero, diputado éste último del Partido Liberal, que defendió en las Cortes los intereses de los antihumistas, por sus gestiones en el gobierno para llevar a cabo las pretensiones de los pueblos afectados por las calcinaciones. El acta municipal indicaba el enorme agradecimiento hacia los dos, “ya que no hay un solo habitante ni en el casco ni en la más escondida aldea de esta villa que no se la conserve desde lo más íntimo de su corazón…”. A ambos se les declaraba a su vez hijos adoptivos, y se les otorgaba un lugar en el callejero zalameño: la Plaza que daba inicio a la calle de la Cruz se denominaría Plaza de Talero; y a la calle denominada de Tejada se llamaría Conde de Gomar -además de ser la calle donde se encontraban las escuelas, a las que este diputado había contribuido con sus gestiones a su auxilio económico- .

Otros dos personajes quedarían dentro de la nómina de agradecimientos en el llamado asunto de “Los Humos de Huelva”: Alfredo Madrid Dávila, que realizó el informe condenatorio de las consecuencias insalubres derivadas de las calcinaciones; y Cándido Martínez, Consejero de Estado que había conseguido declarar a los Ayuntamientos competentes para prohibir las teleras en sus términos. Ellos también tendrían un hueco en el callejero, “… acordando asimismo figure desde esta fecha en adelante con el nombre de Madrid Dávila la calle que al terminar la Real sigue en dirección hasta la de Fontanilla y a ésta de Don Cándido Martínez, cuyas calles son de las de más tránsito y céntricas de esta villa…”.

Posteriormente, el día 27 de mayo se daba cuenta del fallecimiento de Juan Talero, y se acordó que el Alcalde y el Secretario se trasladaran a Sevilla a expresar su pésame a la familia del diputado. En la localidad, costeadas por los fondos municipales de la villa, se celebrarían honras fúnebres por él. Dos años después, el 20 de mayo de 1890 se inauguraba un monumento dedicado a su figura en la Plaza que llevaba su nombre. Al evento asistió el hermano del diputado, el Teniente de Navío Román Talero. En el acto, cargado de emoción, “…que tal ceremonia produjera a la inmensa concurrencia así de vecinos como de forasteros que la presenciaba, que frecuentemente se veían ojos arrasados en lágrimas…”, se dieron cita, interviniendo con sus discursos, el periodista José Nogales y el Diputado Provincial José María Ordóñez Rincón. Además se leyó una carta excusando la ausencia del entonces embajador en Londres, José Luís Albareda donde se lamentaba “que la distancia que me separa de esa y asuntos oficiales que no puedo abandonar en estos momentos me impidan ir a presenciar la inauguración y descubrimiento del busto del malogrado Don Juan Talero como Vds. Deseaban”. Albareda señalaba en su carta la confianza en que el Gobierno de la nación sostendría el decreto sobre las calcinaciones, a la vez que mostraba su tristeza por los acontecimientos que se habían desarrollado el 4 de febrero de 1888 diciendo que “...si con mi propia sangre pudiera resucitar las víctimas y enjugar las lágrimas vertidas, con mano vigorosa la sacaría de mis venas. Sírvales amigos míos, aquel hecho de ejemplo, y cuídense de no poner a las autoridades jamás en trance análogo...”.

La Real Orden de 1888 no se acató a rajatabla por parte de la compañía minera. Tal es el caso que la Liga Antihumista siguió trabajando en pos de la eliminación total de los humos más allá de la fecha indicada. En el mes de octubre de 1890 la Liga elegía al secretario del Ayuntamiento de Zalamea, Francisco Serrano Cornejo, para desplazarse a Madrid por espacio de quince o veinte días, exponer ante la reina los hechos y solicitar que se cumpliera íntegramente la legislación al respecto. A pesar de la legislación leyes aprobadas tras los sucesos de 1888, las teleras siguieron manteniendo su actividad durante algún tiempo. Ejemplo de ello es la denuncia realizada por una serie de vecinos el 25 de diciembre de 1891. Éstos se presentaron en un número de 40 ante el despacho del alcalde para exponer su indignación ante el humo de las teleras de los días anteriores. Iban a la cabeza de tal grupo José González Domínguez, Francisco Serrano Cornejo, Manuel López Castilla, José Manuel Lancha Pichardo, y Antonio Pérez de León Pérez de León.

Aunque la Real Orden de febrero de 1888 determinaba que el sistema de calcinaciones al aire libre debía desaparecer en un plazo máximo de 3 años, hasta 1907 no se apagó la última telera.




Vázquez Lazo, JM (2014): La provincia de Huelva. Historia de sus villas y ciudades. Zalamea la Rea. Diputación de Huelva.

Maximiliano Tornet
José María Ordoñez Rincón


Juan Talero y GArcía

viernes, 3 de septiembre de 2021

"LA BOLSA AZUL DE YESQUERO, DOCE PESOS DUROS, Y EL CRIMEN DE LA CAÑADA TEMEROSA"

 

EL CRIMEN

Alrededor del cadáver de aquel desconocido se habían congregado aquella tarde casi una veintena de vecinos de Zalamea. Las autoridades aún tenían en el recuerdo la trágica muerte de María Sánchez, la esposa del santero de San Vicente, apenas tres años antes (ver Un cadáver en San Vicente, dos morcillas, y los soldados que hablaban catalán, en Revista de Feria de Zalamea la Real 2019). Manuel Sánchez Bejarano, escribano público de la villa, hubo de coger el tintero, la pluma y el pliego de papel para desplazarse desde la comodidad de su despacho, al campo zalameño.

El calor del estío ya había quedado atrás, y aunque el veranillo del membrillo aún dejaba sobre los aldeanos los últimos coletazos de la canícula, las lluvias propias del otoño ya marcaban una nueva etapa en las faenas del campo.

El cuerpo sin vida se encontraba tendido del lado derecho, con la mano izquierda puesta en el pecho, el brazo derecho extendido, y con un trapo blanco atado al dedo pulgar de su mano. Aquel asunto destrozó por completo la cotidianeidad de los pocos habitantes que moraban en el Monte del Membrillo Alto. Todos dirigieron sus sospechas en la misma dirección, aunque nadie quiso dar el paso para encausar al presunto asesino. 

Al sur de la aldea, entre Corchito y la Era del Santo, se encuentra la Cañada Temerosa, …a menos de medio quarto de legua del Monte del Membrillo Alto..., donde alrededor de la una y media de la tarde de aquel domingo 25 de octubre de 1795, se había informado con diligencia a los alcaldes ordinarios de la villa, del hallazgo de un cuerpo que presentaba graves signos de violencia.

Pedro Alonso Castilla y Julián Cornejo, que ostentaban el deber municipal en aquel año, tenían las competencias civiles y penales ajustadas a su cargo, para iniciar el proceso de esclarecimiento de aquel luctuoso asunto. Debían ejecutar las primeras diligencias de justificación de la causa, y si fuera necesario, conducir a prisión al sospechoso o sospechosos, y embargar sus bienes.

A las 15 horas de ese día, el improvisado séquito se encontraba alrededor del muerto. A los alcaldes les acompañaban Antonio Ramallo, cirujano del pueblo, para que determinara con su informe inicial, qué le había podido ocurrir a aquel cuerpo ya difunto; el alguacil mayor, Juan Serafín Salvador, como autoridad policial y responsable de la cárcel, y sus subalternos Francisco y José Ramos; José Pichardo y Ramón Ruiz presentes como testigos de aquel trance;  …y demás personas que sean necesarias para la práctica de las diligencias, que en semejantes lances suelen ocurrir; y reconocido el cadáver, heridas, armas y alaxas que se encuentren […] se le remueva y conduzca a esta villa. Con ello se procedió al levantamiento del cadáver. 

Los presentes no podían dar crédito de lo allí ocurrido, sobre todo observando la extrema violencia con la que el asesino había provocado la muerte a su víctima. El cuerpo se encontraba totalmente desfigurado, y parecía llevar en aquel lugar varios días. Los pájaros habían acabado de destrozar la figura de lo que parecía ser un muchacho de corta edad, pues su ojo izquierdo y el pómulo ya habían servido de festín para éstos.

Sánchez Bejarano comenzó a tomar nota según los dictados de las autoridades, que ya actuaban como jueces. Éstas servirían como diligencias para abrir el proceso penal en la localidad, y para posteriormente elevarlas a instancias judiciales superiores. 

La descripción recoge la presencia sin vida de un muchacho de unos doce o catorce años, con pelo corto y color castaño oscuro. De estatura mediana, se le presumía un chaval delgado y enjuto, a pesar de presentar ya su vientre hinchado. Esto, junto a la extrema palidez de su piel y la nariz delgada que se dejaba entrever en un rostro ensangrentado y desfigurado, hacía prever que su muerte se había producido hacía algunos días. Aquel desgraciado se hallaba vestido…con chaleco azul, con golpe de portañuela encarnada, camisa de lienzo casero, calzones y botines negros de frisa, y zapatos nuebos de baca, todo ello al estilo de la villa de Valverde del Camino.

A la espera del detallado informe del cirujano, el primer reconocimiento indicaba que aquel chiquillo presentaba una herida muy grande en la cabeza, donde se apreciaba roto el casco y casi aplastado, lo que sin duda le habría causado la muerte. Al lado del mismo, a pesar del tiempo trascurrido desde su fallecimiento, aún se observaba un charco de sangre. 

Según las pesquisas de los expertos, la herida se había realizado con un instrumento contundente,… y como a distancia de vara y media de dicho cadáver se encontró una piedra larga, que por una extremidad hacía figura angular, y por la otra triangular imperfectos. Además, la inspección ocular de aquella sobremesa añadió nuevas pistas al asunto: a unos trece pasos del cuerpo encontraron una casaca negra con las mangas atadas, y junto a ella, una porción de bellotas y un sombrero. Registradas las faldriqueras de los calzones del cadáver, no hallaron nada.

Una vez realizado el reconocimiento y practicadas las diligencias iniciales, levantaron el cadáver y lo condujeron a Zalamea, donde seguiría el proceso judicial para intentar esclarecer lo que allí había ocurrido. El escribano público se llevó además, la piedra, la casaca y el sombrero, como pruebas del delito.


EL INICIO DE LAS PESQUISAS

Una vez recorrida la legua que separaba el Membrillo Alto de Zalamea, los alcaldes ordenaron que el cuerpo fuese llevado a la iglesia del Hospital de la Santa Vera Cruz y Caridad, situado en la plaza pública (importante reseñar, por el dato, que a finales del XVIII la titularidad de dicho hospital lo ostentan, pues, esas dos hermandades). Allí se depositó al muchacho para su reconocimiento. Pero nadie lo identificó.

Pasado el trago de aquella macabra revista para vecinos y transeúntes, el turno fue para Antonio Ramallo, el cirujano titular de Zalamea. El galeno, una vez encomendado a Dios, procedió al análisis forense del cuerpo. En el recuerdo, la misma operación realizada a María Sánchez en 1792, mientras ésta yacía inerte en el suelo de la casa anexa a la ermita de San Vicente. En esta ocasión, también haría la inspección en suelo consagrado. 

El finado presentaba…una herida transversal de longitud más de una cuarta con la que hallaba fracturado totalmente el hueso parietal del lado hizquierdo, y la maior parte del coronal que forma la frente, hallándose interesado el hosipital y hundidas las láminas superiores de los tres dichos huesos, sobre las meninges y substancias del cerebro y cerebelo… El informe concluía diciendo que la herida de muerte había sido provocada por un objeto contundente, ya fuera un palo de gran tamaño, o una piedra de similares características. Y que la piedra que habían recogido al lado del cadáver en el lugar del siniestro fue, con toda probabilidad, el arma homicida. Ramallo cerró su declaración aclarando que el golpe fue mortal de necesidad…y se advirtió no bastarían los auxilios del arte, aun cuando hubiera sido llamado inmediatamente que fue herido, porque se hallaban destruidas las alterias seneticas, basos del cerebro y substancia medular…, y que dada la inflamación de su vientre, y el resto de señales sobre su cuerpo, aquel joven llevaba fallecido unos tres días. Y el cirujano no se equivocó ni un ápice. El chico había expirado en la mañana del jueves 22 de octubre de 1795.

Juan Serafín Salvador, alguacil mayor, y los vecinos José Pichardo y Ramón Ruiz, que habían estado en la Cañada Temerosa con la justicia, confirmaron todo lo anterior.

Una vez cerradas las diligencias oportunas sobre esta primera fase del esclarecimiento del asunto, los jueces, dadas las circunstancias de los restos, esto es, el cadáver no había sido reconocido por nadie y, sobre todo, porque ya presentaba, después de tres días muerto, un lamentable estado de conservación, decidieron darle cristiana sepultura. 

El cura semanero de turno para aquellos últimos días de octubre era don Manuel Álvaro Prieto y Lobo, que una vez informado por el Concejo, procedió a enterrar el cadáver del muchacho. A las seis y media…de la noche… aquel pobre niño entregó su cuerpo a la tierra, decidiendo el sacerdote que sus restos quedaran inhumados para la eternidad bajo una losa …en la primera sepultura inmediata a la puerta principal de la Iglesia de la villa, junto al umbral.

El domingo, ya entrado en la profunda oscuridad de las tardes de octubre, pospuso las averiguaciones para el día siguiente.


EL INTERROGATORIO

Pero, ¿quién era aquel muchacho que había aparecido asesinado en medio del campo, y que nadie había reconocido? Y lo más importante ¿quién le había arrebatado la vida de esa forma tan cruel?

Al día siguiente del sepelio, los jueces de la causa hicieron llamar uno a uno a varios habitantes del Membrillo Alto, con el objetivo de esclarecer cuanto antes aquel homicidio. Un asesino andaba suelto y la extraña sensación de calma entre los moradores de la aldea hizo sospechar a la autoridad sobre la cercanía del culpable. Durante tres jornadas, entre el 26 y el 28 de aquel mes,  se llevó a cabo el interrogatorio.

Los hermanos Díaz, Ana y José, fueron los primeros. Al ser menores de edad, no se les tomó juramento al uso habitual de los mayores, aunque se les advirtió del cumplimiento que debían ejercer ante Dios y ante la Justicia.

La niña dijo a los jueces no conocer al muerto, y menos el asesino. Pero afirmó haber estado presente durante el levantamiento del cadáver realizado el día anterior, y ahí sí que reconoció al sujeto, señalando que era un forastero que había llegado a la aldea unos días antes.  

La tarde del día 21 de octubre, una hora antes de ponerse el sol,  mientras Ana y su hermano José jugaban al “hoyuelo”, arribó en el Membrillo Alto un muchacho. Dijo llamarse Diego, como su padre, y contó que llevaba varios días de trasiego desde la villa de Aznalcollar, donde su progenitor trabajaba, hasta su pueblo natal, Valverde del Camino. Por mandato de su padre realizaba aquella travesía con la intención de entregar a su madre parte del dinero que éste había ganado en las labores llevadas a cabo en aquella localidad sevillana. Su hermano José corroboró la información, señalando que Diego  … le manifestó doce duros que sacó de una bolsa azul hecha como para guardar trastos de candela, y observó el testigo, que entre ellos había uno negro. José indicó a los jueces que había reconocido la casaca y el sombrero que se encontraron junto al cadáver en la Cañada Temerosa, y dijo que le pertenecían al tal Diego, puesto que el muchacho les había dicho que aquellas prendas se las había dado su padre …para que se tapase… durante el trayecto.

El escribano, Sánchez Bejarano, tomaba nota de todo aquello, mientras los jueces seguían con las indagaciones. Y entonces los hermanos ofrecieron un dato muy llamativo al respecto: mientras hablaban con aquel chico, llegó otro vecino de la aldea, Antonio de León, que se incorporó a la conversación. Éste invitó a Diego, antes de que anocheciera, a ir hasta El Pozuelo para pasar allí la noche. Pero el chiquillo le manifestó que en aquella aldea no conocía a nadie, y que si en el Membrillo había quién le admitiese en su casa, allí se quedaría. Antonio de León, en un gesto de solidaridad, le indicó que podía quedarse con él y con su hermano Simeón aquella noche.

A la mañana siguiente, José coincidió de nuevo con Antonio, y le preguntó por su huésped. Éste señaló que habían cenado la noche anterior en su casa, y también habían almorzado juntos esa misma mañana antes de que el chico partiera. Además, Antonio especificó que antes de la marcha de Diego, habían jugado al hoyuelo, y ahí le había ganado …tres cuartos y medio… al muchacho. 

La actitud de José inquietaba a los jueces ante la necesidad que presentaba éste de buscar información sobre el paradero de Diego, como si el niño temiera por la integridad de aquel forastero. Tanto es así, que también señaló en su comparecencia que había oído decir a Martín García, otro de los vecinos del Membrillo, que aquella mañana había visto a un muchacho a quién no conocía, cogiendo bellotas en el sitio de Las Lagunillas. José identificó a aquel desconocido con el joven de Valverde, con lo que quedó satisfecha su curiosidad sobre su paradero.

Los jueces no dudaron entonces en buscar a aquellos vecinos cuyos nombres salieron a la luz en la comparecencia de Ana y José. 

Martín García fue el siguiente. El aldeano, bajo juramento, señaló que en la mañana del 22, mientras araba junto a Florencio García Barrera en Las Lagunillas, vieron a un muchacho al que no logró reconocer. Pero el tal Florencio le dijo que aquel era el hijo de Diego Domínguez de la Gangosa, que estaba criando cerdos por aquellos campos. 

El escribano, por mandato de los jueces, mandó llamar para comparecer a Florencio García, para que corroborara lo indicado por Martín. Así, el labrador dijo que sobre las 11 del día 22 de octubre estaba arando junto a Martín García en Las Lagunillas, lugar no muy distante de la Cañada Temerosa. Allí vio llegar a Antonio León, sobrino de Martín, desde la zona de la cañada.  Entonces el tío preguntó al  sobrino que a dónde iba, a lo que le respondió que se dirigía a recoger unas …carguillas de leña…, pero como no las encontró, pues se volvía de vacío. Martín le dijo que fuera a su casa y dijera a su esposa, María, que le hiciera un ajo y se lo llevara para comer. Al volver con la comida, Antonio enseñó a  su tío …una bolsa azul de frisa a modo como para guardar trastos de encender candela y sacó de ella siete u ocho pesos duros de plata, tres o cuatro pesetas de a cinco reales y algunos quartillos.

El cerco sobre el asesino se iba cerrando. Y parecía tener un cómplice: Martín García había obviado la presencia de su sobrino en el lugar del crimen, e intentó desviar la atención sobre la identidad del muchacho, poniendo en boca de Florencio la idea de que era aquel criador de cerdos. Aquello hizo sospechar sobremanera a Pedro Alonso Castilla y Julián Cornejo. Así que sin dilación mandaron llamar a las últimas personas que habían visto con vida a Diego aquella mañana: los hermanos Antonio y Simeón de León.

El mayor, Antonio, de 15 años, confirmó todo lo que habían señalado Ana y José. Afirmó que estando junto a la víctima en la noche del 21, vio a través de una rotura de la casaca, que el visitante traía algo de pan, señalando a Diego que traía poca cantidad de ese alimento, a lo que el muchacho respondió que no traía más pan, pero sí dinero para comprarlo. Parece ser que el hospedaje iba a tener un precio. 

Aquella noche, como ya indicó José Díaz,  la pasó con el joven de Valverde y su hermano Simeón, en su casa, donde cenaron y almorzaron a la mañana siguiente. Aquella misma noche,  Antonio había ido un rato a casa de su tío Martín García, a contarle lo de los doce duros en la talega azul. Acabó el interrogatorio confirmando que la última vez que vio a Diego fue el día 22 sobre las 8 de la mañana, cuando partió del Membrillo hacia su localidad natal. Desde entonces no supo nada más de él. 

Su hermano Simeón, tres años menor que él, corroboró lo concerniente a la visita y pernoctación de Diego en su hogar. Además de decir que Antonio salió a casa de su tío, y que debió tardar el volver, puesto que cuando lo hizo, ya estaban dormidos. También aclaró que no se había enterado del asunto del muerto en la Cañadas Temerosa puesto que había estado guardando cerdos durante todo el domingo, hasta llegar a casa por la noche.


LA DETENCIÓN DEL PRESUNTO ASESINO

A los jueces de la causa les bastaron las declaraciones de estos 6 vecinos para llegar a una conclusión definitiva sobre la identidad del asesino. El testimonio de Florencio García señalando cómo Antonio de León había mostrado a su tío una bolsa azul de frisa llena de monedas fue el indicio definitivo. 

El día 28 de octubre, tres días después de hallarse el cuerpo de Diego y 6 después de su muerte, el alcalde y juez Julián Cornejo; el alguacil mayor, Juan Serafín Salvador, junto con su ayudante José Ramos; y el escribano, Manuel Sánchez Bejarano, se dirigieron al Membrillo Alto a prender al presunto asesino. Al llegar a la aldea, comprobaron que éste  no se encontraba allí, así que fueron a buscarlo a la Huerta de los Manzanos, de su propiedad, donde lograron detenerlo. Con él ya reo, volvieron a su domicilio para iniciar un registro, y allí encontraron un arca donde había una bolsa corta de lienzo, algo sucia, que se cerraba con una guita. Contenía siete pesos fuertes de plata, uno  de ellos muy negro, tal como había descrito por José Díaz.

Antonio de León fue conducido reo a la cárcel del Concejo, anexa al Hospital de la Vera Cruz, donde se había expuesto el cuerpo de su víctima. Allí quedó incomunicado hasta nueva orden. Además, se le embargaron la cuarta parte de la Huerta de los Manzanos; un cercado de pan sembrar…que está en el pago que llaman de abajo…; una vaca y una becerra añoja; una mesa con un cajón, un caldero de azófar, y una sartén. Se nombró depositario de todo al vecino de Zalamea, Juan García Barrera, a la espera de lo que dictase el juez.

Todas las diligencias se trasladaron a los gobernadores y alcaldes del crimen de la Real Audiencia de Sevilla.


LA CONFESIÓN

La justicia comenzó entonces a preparar el enjuiciamiento de aquel lamentable caso.

Al ser el reo menor de 25 años, mandaron se le notificara un procurador que lo asistiera en el caso, con lo que se nombró para ello al vecino Rodrigo Alonso Cornejo. Éste juró defender al menor en la causa haciendo las diligencias judiciales y extrajudiciales necesarias,…y lo que no alcanzare consultará con personas de ciencia y conciencia para que le encaminen en el maior acierto en la defensa del menor.

Presente su defensor, Antonio comenzó diciendo que realmente no sabía por qué estaba preso, aunque imaginaba que era por aquella muerte en la Cañada Temerosa. Se le preguntó sobre qué hizo aquella mañana del jueves 22 de octubre, y si conocía al reo, puesto que algunos vecinos habían afirmado que había pasado la noche en su casa. Y entonces comenzó su confesión inculpatoria: dijo que sabía que Diego tenía doce pesos duros, y que …pensó quitárselos engañado por el demonio, y salió a esperarlo al sitio de la Cañada Temerosa […] le dixo vamos a coger aquí unos mortinillos, con la intención de apartarlo del camino, quitarle el dinero y matarlo.  Señaló que una vez allí, y al ver que estaban lo suficiente retirados del camino que le conducía a Valverde, lanzó una piedra a aquel niño, por lo que el crío comenzó a llorar al recibir el impacto.

Pero parece que a su asesino no le bastó con ello,  que acto seguido le lanzó una segunda piedra cuyo golpe le hizo caer al suelo.  Mientras aquel chico yacía moribundo, Antonio…cogió la casaca que traía aquel y entró la mano en una manga que estaba atada con un hilo de acarreto, y sacó de ella una bolsa azul hecha a manera de yesquero en que hayó doce pesos duros de plata. La mala suerte del pobre chaval se completó cuando su matador comprobó que aún seguía con vida, aunque ya sin habla, por lo que le …arrojó en la cabeza una piedra gruesa, con la que la rompió y quedó muerto.

Una vez consumado el asesinato, mientras volvía a la aldea, encontró en Las Lagunillas a su tío Martín y a Florencio. Al primero mostró la bolsa del dinero de Diego.

Antonio reconoció la piedra con la que había quitado la vida al chico, e hizo lo propio con la bolsa que los justicias habían encontrado en el arca de su casa, aunque reconoció que no era la original que había robado, porque recelaba que alguien la identificara.

Señaló que pronto hizo buena cuenta de los 12 pesos duros que había mangado: gastó 51 reales en una fanega de trigo que compró a Pablo Delgado; 20 reales que le cambió a Bibiana García, del Membrillo Bajo, para para pagar 18 cuartos que debía a Rosa Cornejo por la compra de fruta y verduras de su huerta.;  otros 20 en el puesto público del aceite y jabón de esta villa, que está a cargo de José Delgado, donde compró media libra de jabón; otros 20 en la huerta de Alonso Romero, del Montesorromero, a quién compró “…siete libras de higos y dos de tomates y le pagó con un peso fuerte de plata.”; y 55 reales que pagó a Pablo Delgado por una fanega de trigo.

Pero la confesión del reo no satisfizo por completo a los jueces. Antes de enviar toda la documentación a la Real Audiencia de Sevilla, estos querían cerciorarse de que Antonio había actuado solo en su crimen. Y para ello dirigieron sus miradas hacia su tío Martín, cuya actuación en el interrogatorio, y dada la posterior confidencia del culpable, dejaba algunas dudas sobre su intencionalidad en este asunto.

Llamado de nuevo a declarar, Martín García quiso justificar su silencio ante los hechos acaecidos aquel domingo 25 de octubre. Ante la presión de las autoridades, confesó que en la anterior declaración no manifestó la verdad sobre lo que fue preguntado …porque creyó que le era lícito ocultarla a fin de que no se procediese en esta causa contra Antonio León su sobrino, y además no sabe las penas humanas en que incurren los que faltan a la verdad siendo preguntado bajo juramento. Pero que ahora, tras la confesión de Antonio, no le quedaba más remedio que ofrecer la verdadera versión de lo ocurrido: 

A primera hora de la noche del miércoles 21, llegó a su casa su sobrino Antonio. Éste le comentó que tenía recogido a un muchacho que se dirigía a Valverde a entregar el dinero de su padre. Y ahí quedó la conversación, hasta que lo volvió a ver al día siguiente en Las Lagunillas. Allí, mientras araba, y cerca del mediodía, vio a su sobrino que volvía de la Cañada Temerosa,…y no sabía de qué puesto que es una zona quebrada. Al preguntar, Antonio dijo venía de arrancar una carguilla de jaras, pero que éstas no le agradaron y volvía de vacío. Entonces le mandó a por la comida, y cuando dejara de llover, le dijo también que llevara algo de heno. Al volver con su esposa y la pitanza, el muchacho les enseñó la bolsa con las monedas. Nunca se preguntó cómo las había adquirido, pero al enterarse de la muerte del muchacho, comenzó a sospechar de él,…que además tenía interés en comprarse dos cerdos pequeños. Así que directamente le preguntó si él había asesinado a aquel muchacho, porque la justicia lo había llamado como testigo. Pero no obtuvo respuesta.

Tras su declaración, se llamó a María Domínguez, su esposa, que corroboró todo lo dicho, añadiendo que el propio Antonio, ya con la bolsa de dinero en la mano, dijo…que le había de comprar una mantilla a la niña, y ella le recriminó que eso llevaba diciéndole todo el año y no la compraba.

El asunto poco a poco se iba haciendo más complejo, por lo que el Concejo de Zalamea tuvo que solicitar asesoramiento legal para el caso, nombrando para ello al licenciado don Francisco González de Haro, abogado de los Reales Consejos y vecino de Sevilla, quién prestó su asistencia.

Lo primero que hizo fue solicitar al Concejo de la villa de Aznalcollar que remitiera al padre de la víctima una misiva donde se narraban los hechos y donde se solicitaba que se personase en Zalamea como acusador. Juan Rodríguez (y no Diego como le habían bautizado los testigos)  andaba en aquella villa…arrancando cepas para carbón de humo. Una vez localizado, y puesto en conocimiento de la desgracia, inició su camino hacia Zalamea, donde compareció el 14 de noviembre. Tras llegar y tomar hospedaje, se le llamó a declarar y se le preguntó si iba a ser parte acusadora contra Antonio de León, a lo que respondió que…no tenía que pedir nada porque la justicia obrará como hallare, pero que se le devuelva el dinero requisado, la casaca y el sombrero.

Ante la negativa (o la indolencia) de Juan Rodríguez, las diligencias para iniciar el litigio estaban listas.


EL JUICIO

El proceso se desarrolló en la sala de audiencias de la cárcel del Concejo, situada en la calle de La Plaza. El Cabildo (ante la apatía de Juan Rodríguez) actuó como acusación particular; Rodrigo Alonso Cornejo como curador o defensor del reo; y se nombró al vecino Nicolás Serrano, como Promotor Fiscal.

El 24 de noviembre, el acusado lo confesó de nuevo todo en presencia de su defensor. Y añadió que no solo había enseñado el dinero a los hermanos Díaz y a sus tíos, sino que en un acto de alarde, se lo había mostrado a media aldea del Membrillo Alto, y parte del Membrillo Bajo: a Paula Romero, mujer de Diego León, a quién se lo dio junto a la bolsa azul de frisa cuando volvía de comprar de la huerta de Alonso Romero, por si se lo podía guardar porque tenía la faldriquera rota; también a Diego Díaz y a María León, hija de Juan León, …que estando con José Díaz en la era de “allá atrás” llegó Antonio León echó en el suelo unos pesos, entre los cuales había uno negro; también mostró el dinero a Eulogio Delgado, hijo de Cipriano, aunque éste lo negó; a Josefa Delgado, hija de Ambrosio, que dijo en su declaración que el acusado fue a su casa después de la muerte del muchacho, a hablar con su padre para comprarle unos lechones, y señaló que Antonio León …saco una bolsa de pellejo pero el dinero se le cayó porque tenía rota la faldriquera del pantalón. Y le dijo a Josefa que traía mucho dinero y le había costado mucho ganarlo; y a Florencia García, hija de Lucas, que dijo que estando en la era de allá atrás con José Díaz y María León, llegó el reo y echó al suelo unos 5 pesos duros de plata, con los cuales estuvo jugando a modo de contarlos. Además de a la viuda de Juan Barrera, María Antonia Pérez y a Vicenta Martín; y a María Alonso Romero y María Rodríguez, quién le vendió una cuartilla de miel; y por último, a María Vázquez, que indicó que Antonio … fue a su casa un viernes a preguntar si allí estaba María Antonia, viuda de Juan Barrera, porque le quería pagar la hilanza de una libreta de lana, y oyó cómo se le caía dinero al suelo.

Si en algún momento el asesino quiso conformar alguna coartada, realmente no fue muy sutil generando el crimen perfecto. Así Rodrigo Alonso Cornejo encontró una línea de defensa con cierta consideración: la corta inteligencia del reo.

Ante su doble confesión, el promotor fiscal acusó grave y criminalmente a Antonio de León. El auto era ilustrativo: …hace servir imponer las mayores y más graves penas en que ha incurrido, con aplicación de las personales a su persona y pecuniarias a sus bienes, atendiendo a que se halla convicto y confeso en el homicidio más atroz, premeditado y punible que puede darse, no bastándole para su exculpación la menor edad en que se halla, porque el hecho ha sido con tales circunstancias que acreditan la malicia de su autor, el cual confesó que el Diego Rodríguez llegó a la población y con la propia sencillez de su edad manifestó a dónde iba y lo que llevaba, que desde luego premeditó el quitarle el dinero y para ello matarlo, que se lo llevó a casa aquella noche, salió a la mañana siguiente con él, trató de sacarlo del camino divirtiéndolo con que iban a coger unos mortinillos, y después le tiró las piedras con que le hirió y derribó en el suelo, le quitó el dinero, y pareciéndole que aún vivía, le acabó de rematar, haciéndole pedazos la cabeza.

Tras el auto, el juicio tomó un largo receso que duró poco más de dos meses. Así el 11 de febrero de 1796 el abogado defensor retomó la palabra. Rodrigo Alonso Cornejo estipuló en su auto que la acusación no procedía …y que se ha de servir absolver y dar por libre al dicho menor…, indicando que en el caso de los delitos de dolo ..no son acreedores los inocentes, mentecatos, infantes y otros […] por más que se crean vencidos o confesos. Cornejo tenía muy claro, y así lo expuso ante el tribunal, que la declaración y posterior confesión del acusado era la mejor prueba de la ignorancia e incapacidad de éste, y que mostrarle el dinero robado a todo el mundo era la mejor prueba de que el muchacho era incapaz de sufrir pena alguna,  …porque si ha cometido el delito que ha confesado sin que pudiese haber testigos que le vieren o convenciesen apenas es preguntado parece da a entender su falta de juicio y simplicidad.

Los defensa llamó a declarar a una serie de testigos que asintieron sobe la incapacidad intelectual del chico, y cuyas conclusiones quedaron reflejadas en el informe de la defensa: …es un individuo que desde su corta edad ha estado siempre en la sierra y en el monte sin trato y comunicación de gente ni venía a poblado.  Vino muy rara vez algún día de fiesta por lo que es sabido y reputado por simple y casi mentecato, por tales términos que se burlaba la gente de él por su ignorancia y sencillez. […] ha sido siempre de buen proceder, sin hacer daño a nadie y muy aplicado en el trabajo en el monte, y no ha cometido nunca excesos ni delitos […] por lo que por la ley no son reos de pena alguna los próximos a la infancia, los mentecatos ebrios y otros […] debiéndose reputar por persona no apta para que se le pueda imponer pena alguna.

Insistió, antes de cerrar su intervención, que la ley indicaba que a los mayores de 10 años, pero menores de 17 y medio, la justicia debía menguar y aminorar la pena ofrecida.

Pero Nicolás Serrano no dejó en su empeño por condenar al imputado, señalando que nada acreditaba que fuera mentecato o inocente, volviendo a confirmar la refinada malicia del reo, premeditando el asesinato con antelación, e indicando que en la primera declaración que realizó el presunto asesino, había ocultado la verdad.

Una vez marcadas las posiciones de la defensa y la acusación, la intervención de Juan Rodríguez, padre del niño asesinado, estampó un  punto de inflexión en el desarrollo del juicio. Juan, que ya había mostrado cierta desidia en su anterior intervención, señaló en la sala de audiencias que habían …intervenido varias personas timoratas para que le perdone (al reo), a lo que condesciendo […] otorgo que por lo que a mí me toca, perdono al dicho Antonio de León del delito que contra mí ha cometido y pena en la que por él ha incurrido, y desde ahora para siempre desisto y aparto la acción civil y criminal que tengo y puedo intentar […] y confieso y declaro que hago este perdón por amor a Dios de mi libre voluntad, y no por temor a que no se hará justicia.

Todo quedó listo para sentencia.


LA SENTENCIA

A inicios del mes de abril de 1796, transcurridos casi 6 meses después del asesinato de Diego Rodríguez, el alcalde ordinario de ese año, y juez de la causa, Manuel Carvajal, dictó sentencia según las competencias adquiridas a su cargo. Condenaba a Antonio de León a 8 años de presidio, a pesar de la estrategia llevada a cabo por la defensa, y del perdón ofrecido por el padre de la víctima. Todo ello “…sin quebrantarlo bajo pena de cumplirlos doblados […] y que de incurrir en otro exceso igual se le impondrá la pena ordinaria de muerte”. A su tío, Martín García lo exculpaba de cualquier culpa.

La sentencia fue elevada a los señores regentes y alcaldes del Crimen de la Real Audiencia de Sevilla, donde, una vez leía el acta, tomaron la decisión de modificar el fallo de la justicia ordinaria, y aumentar la pena hasta los 10 años de presidio.  

Antonio de León, según los datos recogidos en el Libro de Bautismo número 14 (1775-1785), fol. 105, proporcionados por don Álvaro Manuel Prieto y Lobo, cura tercero y beneficiado de la iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción, ingresó en la cárcel de Sevilla el 20 de mayo de 1796, apenas cumplidos los 16 años, por el asesinato del valverdeño Diego Rodríguez, …y que no pueda salir de ella sin la licencia de la Sala.

A Martín García, su tío, por  ocultar la verdad,  se le impuso una multa aplicada a las penas de cámara de 10 ducados (que abonó el 10 de mayo de dicho año), y un mes de presidio en la cárcel de Zalamea.


Además de todo ello, el tribunal señaló que las costas del juicio, que ascendían a 1.747 reales, debían ser abonadas por el reo. Y para ello se hizo frente con los bienes embargados al mismo. El aprecio lo harían Francisco Ruiz Márquez y Manuel Domínguez, prácticos e inteligentes, y todo se llevaría a pública subasta el 11 de septiembre: una casa en el Membrillo Alto, valorada en 1.000 reales y vendida a Juan Ambrosio Delgado por 750; un cuarto de la Huerta de Los Manzanos, valorada en 200 reales, y un cercado de pan sembrar al sitio Pago de abajo, en 300 reales, ambas propiedades vendidas a Félix Domínguez, del Membrillo Bajo, por 200 y 150 reales respectivamente. Pedro Alonso de Castilla, anterior juez en la causa, ya había vendido anteriormente la vaca añoja por encontrarse muy flaca, para que alguien la pudiera alimentar al animal por estar el reo encarcelado. Lo hizo en 400 reales, que pasaron a los propios del Concejo, y que después de otros gastos, quedaron en 275, que se usaron para remediar las costas. La suma de todo supuso 1.375 reales, que hubieron de ser repartidos en gastos, y que no cubrieron el total de los mismos.

Estimamos que Pedro Rodríguez volvió a Aznalcollar o a Valverde con la casaca, el sombrero y el dinero que quedó tras el robo y asesinato, pero sin su hijo. A su asesino, se le perdió la pista entre rejas desde ese mismo 20 de mayo de 1796. Y a Simeón de León, a pesar de la intercesión del alcalde Manuel Carvajal para que no se le despojara de todos los bienes embargados a su hermano, puesto que también eran de su propiedad y por ello, su sustento, quedó en la calle, pobre de solemnidad, y sin más recursos que la mendicidad y la solidaridad de sus vecinos. y

Fuente: AMZ. Leg. 865. Auto de Oficio nº 5. EP. Manuel Sánchez Bejarano. Año 1795.


José Manuel Vázquez Lazo.

Revista de Feria  de Zalamea la Real, 2021.